Noche oscura


Somos animales adaptados a movernos durante el día, y por eso la noche nos despierta sentimientos contradictorios. Es como el bosque primordial, espeso y desconocido, lleno de peligros imaginados y al mismo tiempo seductor, irresistible y fascinante. La sensación que se experimenta al contemplar un cielo estrellado es análoga a la desencadenada al mirar hacia abajo desde la cima de una montaña o al adentrarnos en la cálida penumbra de un hayedo otoñal. Alzar la vista al cielo nocturno produce un asombro similar al del niño por lo que descubre día a día. Desde las pinturas rupestres hasta la teoría de cuerdas tenemos el resultado de la poderosa fascinación que ejerce sobre nosotros el Universo; desde el microcosmos más inmediato –el paisaje que vemos por una ventana- hasta los sucesos invisibles que desvela la astrofísica moderna.
 
Hoy en día estamos tan encadenados a las pantallas de los dispositivos electrónicos, rodeados de la burbuja de luz artificial, que para muchos la toma de contacto con un cielo cuajado de estrellas constituye una experiencia similar a la que se vive la primera vez que nos asomamos a la inmensidad del mar. Aunque la ventana electrónica nos permite desde muy temprana edad ver la imagen digital de cualquier sitio imaginable, se trata de una experiencia incompleta e ilusoria, pues es imprescindible disfrutar de la vivencia directa para que realmente se amplíe nuestro horizonte y salte una chispa de conciencia de nuestro lugar en el Universo. Ni la imagen más colorida del telescopio Hubble puede despertar las sensaciones de un manto infinito de estrellas sobre nuestras cabezas. Por eso desde que el ser humano levantó la cabeza hacia el cielo se ha preguntado sobre su naturaleza y ha intentado expresar y transmitir las respuestas construidas y emociones vividas a través de todos los medios a su alcance. Desde las paredes de piedra hasta nuestros días podríamos hacer un recorrido interminable sobre las manifestaciones mitológicas, simbólicas y artísticas del cielo estrellado. Y eso que no hay contradicción más difícil de representar como la sutileza de la luz de las estrellas y la oscuridad de la noche, donde nuestros ojos no son capaces de captar algo más allá de matices y sombras. En esa ausencia de luz el resto de los sentidos toman protagonismo, sobre todo el oído y el olfato, contribuyendo a crear una experiencia sensorial profunda que anuncia la vida que late entre el ocaso y el orto del Sol. En la época de la saturación (de información, visual, luminosa, sonora…) salir de noche a contemplar las estrellas y a sentir ese mundo que pasa desapercibido nos despierta con un bofetón de nuestra frenética estupidez urbana y nos pone ante la realidad de nuestra insignificancia. Entonces, como en otras experiencias sublimes, sentimos la necesidad de ponerle palabras, música o representar el momento en una imagen. Pocos pensadores, filósofos y artistas se han resistido a representar las emociones que despierta la noche. Aunque sea como metáfora de esa inevitable transición por el inframundo, la zambullida en las aguas primordiales indispensable para percibir, aunque sea en la lejanía, la tenue luz de lo transcendente. 

Es difícil imaginar cómo sería nuestra civilización si no hubiera existido la posibilidad de observar las estrellas. Isaac Asimov planteó en su relato corto “Anochecer” un mundo iluminado por un sistema de varias estrellas en el que no existe la noche tal y como la conocemos, y los únicos astros visibles son sus “soles” y los satélites, de modo que sus científicos apenas acaban de deducir la Ley de la Gravitación y el conocimiento predominante se basa en los mitos y la religión. La Humanidad difícilmente hubiera llegado a desarrollar la Ciencia sin la observación meticulosa del cielo nocturno, pues si hay un campo de conocimiento que ha cambiado de forma radical nuestra idea del Mundo (y de nuestro lugar en él) es la Astronomía. Observar el cielo estrellado -ya se haga con una finalidad científica o simplemente para perdernos en su inmensidad, ya sea a simple vista o con un telescopio- es una de las actividades más gratificantes que podemos realizar al aire libre. Es algo que hacían habitualmente nuestros abuelos, especialmente en el campo, que sabían cómo orientarse y medir el tiempo con sólo echar un vistazo a las estrellas. Hoy en día es algo cada vez más difícil, y la mayor parte de los habitantes de la ciudad no ha visto jamás la Vía Láctea con sus propios ojos, pues para poder hacerlo necesitan desplazarse muchas decenas (o incluso cientos) de kilómetros. Y en las zonas rurales, aun teniendo la suerte de poder disfrutar del cielo nocturno sin tanto esfuerzo, las cosas no pintan muy bien. 

En la época que nos ha tocado vivir, regida por el ritmo frenético y chirriante del capitalismo neoliberal, que pretende mercantilizar hasta los aspectos más íntimos de nuestra vida, no hay lugar para la quietud de la noche oscura. El último rincón de las ciudades, pueblos e incluso su entorno natural, se ha de llenar con un derroche absurdo de luz, al mismo tiempo que nuestro hogar se inunda de la basura mediática que escupen las pantallas. Debemos consumir y ser productivos hasta durante las horas que nuestro cuerpo necesita para su descanso. En varias décadas queremos romper el ritmo natural que ha condicionado la vida desde sus inicios, y al que toda la vida está adaptada, iluminando más allá de lo estrictamente necesario para poder movernos por las calles. El exceso de luz dirigido hacia el cielo está apagando las estrellas incluso en lugares alejados de las ciudades, al llegar sus hongos de luz cada vez a más altura y a más distancia. Y no sólo son las grandes ciudades responsables de la pérdida del cielo nocturno. Poblaciones relativamente pequeñas son de las que más luz derrochan por habitante, siendo un triste ejemplo de lo que está ocurriendo en el nombre de una mal entendida “eficiencia energética” y de un supuesto “embellecimiento”: se sustituyen lámparas, farolas e instalan focos sin ton ni son por el suelo, todo para inundar las calles y el cielo de una deslumbrante luz blanco-azulada que no es inocua. El exceso de luz no sólo debería preocupar a los astrónomos y a los pocos que nos gusta contemplar la belleza del cielo nocturno, es algo que nos afecta a todos hasta unos niveles difíciles de imaginar. Cada vez más estudios están demostrando la incidencia de la luz blanco-azulada (la que emiten la mayoría de lámparas LED del alumbrado público) sobre la salud. Una exposición de tan sólo 15 minutos (por ejemplo mientras paseamos a las once de la noche) es suficiente para alterar nuestros niveles de melatonina, la hormona responsable de que podamos conciliar el sueño. Y sin sueño no hay salud. Si hasta ese punto tiene incidencia la luz fría en nosotros imaginemos en la fauna nocturna, y en especial en los insectos. Existen evidencias de que tras el alarmante descenso de las poblaciones de insectos polinizadores puede estar -entre otros factores, como el abuso de pesticidas en al agricultura- la contaminación lumínica. Así, la luz que derrochamos, emitida o dispersada hacia el cielo y el entorno natural, y especialmente si es fría (de color blanco-azulado), acaba por afectar gravemente a los insectos, y en consecuencia a todo el ecosistema, incluidos los cultivos de los que nos alimentamos. Las medidas para minimizar esta alteración son sencillas y consisten en iluminar de modo adecuado sólo lo necesario, con una luz lo más cálida posible dirigida sólo y exclusivamente hacia el suelo. Pasa como con tantos problemas medioambientales: sólo hace falta la voluntad política (y la demanda ciudadana) para minimizarlos. Pero en la cultura de la ostentación y el despilfarro es difícil ser optimista. 

Quedan contadas zonas en las que se puede observar un buen cielo nocturno, o al menos uno medianamente aceptable. Hace 25 años que salgo a observar el cielo nocturno, ya sea a simple vista, con un modesto telescopio Newton de 114 mm o -hace menos tiempo- con la práctica de la astrofotografía. Hasta hace no muchos años iba a un lugar a unos 6 kilómetros de Beas de Segura (Jaén), lo que era suficiente para gozar de unas buenas condiciones. Recuerdo una Vía Láctea espléndida hacia el Sur y distinguir sin problemas la galaxia de Andrómeda a simple vista y multitud de objetos de cielo profundo a través del pequeño telescopio. Hoy, más de 15 años después, la calidad del cielo nocturno ha empeorado considerablemente, y para encontrar cielos similares a los que había entonces hay que adentrarse bastantes kilómetros en la Sierra. Y aún así, cuando el ojo se adapta a la oscuridad en sitios excepcionales, se aprecia perfectamente la luz que sube desde el horizonte en muchas direcciones procedente tanto de los pueblos cercanos como de las grandes aglomeraciones urbanas. Se mire donde se mire desde cualquier lugar en la noche hay luz artificial emitida y dispersada hacia el cielo. Una luz que altera la oscuridad natural de la noche, y en consecuencia el comportamiento de aves, reptiles, anfibios, insectos, etc., que se ven despistados por ella, y por tanto afecta a todo el funcionamiento de los ecosistemas. Es una contaminación silenciosa, de consecuencias difícilmente perceptibles y previsibles. Y además nos priva del disfrute directo, estudio y conocimiento del Universo. 

Hace falta un cambio cultural. La penetración de los modos de vida consumistas ha forjado hábitos poco coherentes con nuestras necesidades reales y nuestro entorno, y la iluminación nocturna de nuestros pueblos es un ejemplo de ello. Querer ver nuestras calles iluminadas de noche como si estuvieran a pleno día es tan absurdo como estar en casa con pantalón corto en el mes de enero con la calefacción a 26 grados o utilizar el coche para desplazarnos 100 metros. Mientras este cambio no se produzca y la ostentación y el derroche no dejen de ser el signo distintivo de nuestro modo de vida, la preservación de la Naturaleza, y el cielo nocturno como parte de ella, se quedará en una declaración de intenciones. Resulta aterradora la idea de generaciones encapsuladas en una burbuja, incapaces de sentir vértigo mirando al centro de la Vía Láctea, o de percibir una pincelada de la grandeza del Cosmos. Mirar a las estrellas y preguntarnos por nuestro lugar en el Universo nos hace Humanos.

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