Anochece, que ya es algo

Vuelvo a mi pueblo tras muchos meses. Una vuelta por la casa, concertar el repaso del tejado con los albañiles, dar cumplimiento a la necesidad de soltar lastre. Porque cada vez que vuelvo noto cómo parte de mis raíces allí se marchitan, lo que por otro lado es normal al tener que intentar enraizar en otras tierras. Hace dos años llegué a otro pueblo en el que, obviamente, soy un forastero; en mi anterior destino laboral, donde viví diez años y llegué a considerar mi hogar, también era más bien visto como alguien "de fuera"; y en mi pueblo, donde crecí y pasé la mayor parte de vida hasta la treintena, ahora me siento un extraño. Será porque únicamente van quedando los vínculos emocionales y afectivos a sus calles, sus cerros, sus paisajes, mientras que otros lazos familiares y sociales se van desvaneciendo. El desarraigo. Y esto es nada en comparación con el que sentirá el migrante, el exiliado o el refugiado. Yo, hasta cierto punto, lo he elegido, pero a otros los han forzado. A algunos de esos que esconden su hocico torcido bajo insignias patrióticas les cuesta entenderlo porque lo mismo es un sentimiento que no han vivido ni de lejos, o si lo hicieron lo olvidaron. 

Vuelvo a mi pueblo y no me gustan algunas cosas que veo. Casas cerradas y calles desiertas sin vecinos, sobre todo en el casco histórico. Calles sin comercios, sin transeúntes, pero sobreiluminadas hasta el absurdo (¿será para que se sientan más seguros los gatos?). Pavimentos renovados con focos iluminando fachadas deterioradas en un alarde de la decadencia. Iluminar el vacío debe ser la última moda neorrural, la burda imitación de lo urbano. Si no hay nada que iluminar, nos lo inventamos: una piedra, un desconchón, un árbol, el culo de un gorrión que intenta conciliar el sueño... da igual, hay que dar salida y uso a los focos. Soy un cansino, siempre con lo mismo y así diez años. Pero me da pena que los niños que aún corretean por el parque no puedan disfrutar en muchos kilómetros a la redonda de un cielo cuajado de estrellas, y eso que viven en un pueblo pequeño. 

Tuve la suerte de descubrir la maravilla que surge tras la puesta de sol antes de la maldición LED, cuando las calles estaban iluminadas por ineficientes lámparas de vapor de mercurio de luz mortecina, o como mucho con la luz anaranjada del vapor de sodio. Y desde entonces el atardecer es para mí la hora mágica del día, la entrada a la dimensión en la que me siento cómodo. Ya de niño esperaba con interés los rayos oblicuos del sol verpertino para subir a la terraza en el momento preciso y contemplar el ocaso. ¡Qué experiencia sensorial! Los últimos vuelos de los vencejos, los parloteos de los aviones en sus nidos, las fragancias transportadas por el viento (pino si bajaba de las cumbres o jara si venía de Sierra Morena). La aparición del lucero de la tarde solía coincidir con los primeros temas musicales que sonaban cuando las puertas del bar de mi padre se abrían. Se me quedó especialmente grabado uno que se convirtió en parte de la banda sonora de mi infancia: "I hear you now", de Jon Anderson y Vangelis, averigüé años más tarde. "Ahora te escucho", me cantaban las primeras estrellas. Y se desvaneció el miedo a la noche.

Amanece hoy. Otra tomenta cotidiana de titulares, opinadores y veneno. Otro día en el que se perfila para la Humanidad un horizonte funesto. Ansío la tarde, los dorados rayos oblicuos del sol, el ocaso, la quietud y silencio de la noche; el despertar de los sentidos para captar la sutileza de lo sublime. Mirar o imaginar el cielo estrellado es para mí un antídoto contra el pesimismo y la melancolía. De algún modo conecto con cualquier lugar del mundo y con cualquier momento, desde el que se contempla esa misma esfera celeste desde diferentes perspectivas. El mismo cielo que nos cubre a todos, las mismas estrellas que nos contemplan indiferentes. Y me siento en casa, esté donde esté. Anochece por fin.

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