El espacio orbital: tragedia de la insaciable apropiación extractivista de lo común

Puede que, en principio, este artículo se salga un poco del tema central del blog, pero en los últimos días he escuchado varias menciones a la llamada "tragedia de los comunes" y he llegado al punto en el que me hierve la sangre, del mismo modo que cuando escucho el dogma de la "Mano Invisible del Mercado" de boca de esos pontífices decadentes con máscaras contraídas de seria solemnidad bajo la que ni creen sus propios cuentos. Me refiero a ciertos (y a muchos) economistas. Permitan que me desquite.

¿Qué es eso de la tragedia de los comunes? Dicho en román paladino, una de tantas patrañas de las que se nutre el cuerpo doctrinal de la religión económica neoliberal. Si la Mano Invisible del Mercado es su dogma de la Santísima Trinidad, la tragedia de los comunes es el mito para justificar la propiedad privada de la tierra y los recursos naturales, que para colmo fue promulgado por un ecólogo. Viene a concluir que la única manera de evitar una sobreexplotación de los recursos es la transformación de la propiedad comunal a propiedad privada, porque manejados de modo comunal son más propensos a un uso excesivo motivado por el interés egoísta de cada individuo. 

Voy a argumentar que no es más que una invención sin fundamento científico, sociológico, antropológico o histórico. Para empezar, carece de validez porque parte de una premisa falsa: asumir que los humanos somos por naturaleza individualistas, egoístas y por tanto sólo movidos por la búsqueda del beneficio propio a corto plazo. La especie humana ha llegado donde ha llegado gracias a que es ante todo un ser social, adaptado a vivir en comunidad y cooperativo por naturaleza. Así lo son también nuestros parientes más cercanos, y ha quedado más que acreditado por los estudios de numerosos primatólogos. Que hoy en día miremos a nuestro alrededor y parezca que el individualismo es el motor del mundo (algo que también es discutible) no se debe a gen alguno, sino a la construcción artificial basada en la competitividad social y el éxito individual como la máxima aspiración para ser valorado socialmente. 

Sólo hay que conocer mínimamente cualquier cultura campesina para comprobar que el concepto de propiedad individual de la tierra fue llevado por los colonizadores junto al crucifijo y la viruela. Para estas culturas la tierra está tan integrada en las cosmogonías y en sus sistemas de creencias que las actividades agropecuarias tradicionales carecen de la intencionalidad extractivista, y más bien se perciben como una relación circular de la que el campesino forma parte. En este contexto es impensable que los individuos actúen como se presupone en la tragedia de los bienes comunes, sino que resultado de siglos de coevolución han llegado un equilibrio en la gestión comunal de la tierra. No pongo en duda que la sobreexplotación de los recursos haya jugado un papel en los colapsos de las civilizaciones, pero éstos se han producido por la concurrencia de muchas otras circunstancias y no por un supuesto individualismo atávico

Tampoco resiste un análisis histórico más cercano. En Europa, sin ir más lejos, la propiedad comunal (o, si no propiedad en sentido estricto, la gestión comunal) de los montes, pastos y tierras de pan llevar estuvo muy extendida hasta los siglos XVI-XVIII, según los territorios. Y sin duda existía la propiedad privada de la tierra, claro, ahí estaban los reyes, nobles y clero; pero en los concejos era frecuente que una parte de los montes, dehesas y tierras de pastos fuera de gestión comunal, pues eso permitía al pueblo sobrevivir en caso de malos años. La propiedad privada individual de la tierra como base de un sistema económico es reciente. 

La auténtica tragedia no es de los comunes, sino de los acaparadores de tierras, que se agarran a este mito como si fuera un principio sagrado para justificar la apropiación de los recursos comunales. Que se lo pregunten a los campesinos brasileños (por poner un ejemplo) víctimas de las prácticas de las multinacionales agroindustriales, que esquilman miles y miles de kilómetros cuadrados de tierra para producir soja destinada a ganadería intensiva, de la que sale buena parte de la carne que encontramos en nuestros supermercados. Qué curioso que sistemas agrosilvopastorales resultado de la gestión comunal de los pueblos indígenas, que han llegado hasta nosotros tras miles de años de coevolución, en cuestión de una década sean destruidos precisamente por los que toman como justificación la tragedia de los comunes

Y me voy ahora al espacio orbital, un salto sorprendente pero que tiene mucha relación con lo expuesto. Al igual que con los océanos (fuera de las aguas jurisdiccionales de cada país), dábamos por hecho que el espacio que hay sobre nuestras cabezas es de todos, un lugar común donde ubicar satélites científicos, meteorológicos, de comunicaciones (también militares), pero que mayormente dependían de agencias con participación pública y servían a alguna causa común. Hay una gran diferencia con los casos del mar o la tierra: este espacio no está al alcance de la mano, y hasta ahora sólo han podido hacer uso de él naciones que han dedicado un no desdeñable esfuerzo a la investigación y al desarrollo de tecnología aeroespacial. Pero al fin y al cabo, fuera directamente o a través de agencias o conglomerados de instituciones, no servía tanto directamente a intereses empresariales (aunque estos estuvieran presentes en los desarrollos) sino a motivaciones de tipo estratégico o científico de una o un conjunto de naciones. 

Pues bien, un país llamado Estados Unidos de América, o más bien dos o tres de sus grandes empresas tecnológicas, ante la ausencia de una regulación internacional, se han postulado como sus propietarios de facto. El melón lo abrió el tan idolatrado tecno-mesías Elon Musk, y siguen otros. El resultado: decenas de miles de satélites de comunicación en órbita, y subiendo su número sin parar. Consecuencias: directas para la observación astronómica tanto en el rango visible como en radio, daño a la capa de ozono por las continuas entradas de satélites fuera de servicio, pérdida del cielo estrellado, peligro de colisiones entre satélites (ya ha estado a punto de pasar varias veces). Es paradójico: una tecnología alumbrada gracias a la ciencia física y astronómica puede imposibilitar su avance o dejarlo concentrado en quien pueda poner telescopios en órbita. Y no es descabellado pensar que, a este paso, antes o después ocurrirá una cascada de ablación (escenario más conocido como síndrome de Kessler), dando al traste con el espacio orbital para cualquier uso. ¿Tragedia de los comunes? ¿O tragedia de la insaciable apropiación extractivista de lo común?

En este blog hay más información sobre las consecuencias de las megaconstelaciones de satélites: 

Astronomers' Appeal – Appeal by Astronomers: safeguardinag the astronomical sky (wordpress.com)

Por desgracia seguiremos hablando del tema. 

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